Chicharrines, palomitas

Vendedores ambulantes de frituras. Cortesía: Karina A Secas

Ese jueves había sido algo caótico para Virginia, al menos así lo sentía ella. Desde que se levantó tarde porque su alarma no sonó y llegó casi rayando a la preparatoria, hasta el no haber llevado el desayuno que preparó la noche anterior. Había estado poco concentrada en las clases, estuvo a punto de sentir un fuerte dolor de cabeza de no ser porque Fernanda y Hugo, sus mejores amistades le habían compartido fruta y un sandwich a la hora del receso.

Al terminar las clases se despidió de Hugo y Fernanda y se dirigió a su domicilio, por la tarde habían quedado de ir a hacer un trabajo por equipo a casa de Fernanda. Al llegar a la parada del colectivo se sentó a esperar la próxima unidad de transporte, al abrir su mochila Virginia se percató que no había llevado suficiente dinero, no le alcanzaba para pagar el colectivo de su regreso.

—¡Oh no! Lo único que me faltaba era no traer dinero. Bueno, al menos no hay señales de que lloverá —se dijo Virginia mientras emprendía la caminata a casa.

Inició la travesía, por su mente pasó la idea de cuánto tiempo le llevaría, no estaba tan cerca pero tampoco tan lejos. Hizo el calculo que quizá haría como una hora caminando o si apresuraba el paso unos 40 minutos. Por suerte su mochila iba con poco peso.

Los rayos del sol estaban con tal intensidad que Virginia iba en búsqueda constante de techitos que le dieran un poco de sombra. Ansiaba llegar a un parquecito que estaba cercano a su casa, se sentaría unos minutos en una de las bancas para disfrutar de los árboles. La mente de Virginia echó a andar su imaginación, se sentía como en un desierto, asoleada y con sed. A lo lejos, como tipo oasis le pareció ver algunos árboles del parquecito. En efecto, estaban ahí. Caminó más rápido y llegó al anhelado lugar.

Virginia buscó una banca donde llegara más sombra, se sentó un momento, se quitó la mochila y descansó su espalda. Sintió que el calor iba disminuyendo, percibió el aire fresco y el movimiento de las hojas de los árboles. Estiró sus piernas y movió los pies. De pronto su mirada se posó en un pequeño canasto lleno de chicharrines, palomitas, justo estaba más adelante de donde ella se sentó. Se le antojaron unas palomitas. No se veía a nadie que lo atendiera y ella tampoco tenía dinero suficiente para comprar.

Retomó su caminata y al pasar por la vendimia se dio cuenta que una niña como de 10 u 11 años era la encargada de la venta. Sin embargo, la había dejado un momento y estaba concentrada acomodando unos columpios colocados a unos cuantos pasos de su canasto. A Virginia se le vinieron algunas preguntas, ¿la niña estaba sola vendiendo en ese parque? Su canasto estaba lleno, ¿a qué hora terminaría de vender? Nuevamente echó de menos no haber llevado dinero suficiente, al menos le habría comprado una bolsa de chicharrines y una de palomitas y le habría aportado algo.

El descanso le había sentado bien a Virginia, había recuperado energía. Ya faltaba poco para llegar a casa, su mente traía de nuevo la imagen de la niña acomodando los columpios, intuía que tenía ganas de jugar en ellos. A lo lejos le pareció alcanzar a escuchar una voz que decía,

—¡Chicharrines, palomitas!

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