El Checo choca

Sergio Pérez
Foto: @SChecoPerez

Es verdad que Sergio, Checo, Pérez quería lucirse con su público. También lo es la temeridad que da el “jugar de local”. Haces cosas locas pensando en que el infortunio no cabe para los promisorios momentos de gloria, tan fugaces, tan efímeros, pero tan demoniacamente atractivos.

En otros lados y otros contextos, esto pudo representar una de nuestras peores catástrofes deportivas. Pero no lo fue, aunque la sorpresa fue tan tremenda que nos quitó el aliento y ánimo por un tiempo. Y no fue tal tamaño de desgracia por el simple hecho de que nuestra historia en el deporte está llena de esas adversidades. No solo en ese campo, diríamos también en nuestra identidad nacional, ya tan manoseada en ese asunto, que hasta parece pleonasmo.

El contexto por donde sucede el choque del auto del Checo tiene mucho que ver con la sorpresa del instante y la desventura de los comentarios después de la carrera, los nuestros, la gente de a pie, y de los especialistas. El asesor de Red Bull, Helmut Marko declaró recientemente que el Checo no podía competir con el Holandés Max Verstappen por ser latinoamericano (“sudamericano”, dijo), polémicas frases que devinieron en disculpas por ser de corte racistas (“Recordemos que él (Checo Pérez) es sudamericano y por eso su cabeza no está tan enfocada como la de Max Verstappen o como era Sebastian Vettel»).

Por tanto, es realmente terrible lo sucedido en el Gran Premio de la Ciudad de México, por las consecuencias extra deportivas que trajo consigo:  al ver el accidente, ese wey de Marko, puro en boca y coñac en la mano, debió reírse escandalosamente (dependiendo de su vaivén emocional anglosajón y su friolento espíritu).

¿Fue correcta la acción del piloto mexicano? Unos dicen que sí, otros que no, pero siempre está la duda –y el dilema- de quién gobierna las estrategias en esos momentos. Puede leerse como el eterno dilema entre emoción y razón, que es como se mide también el concepto de cultura: cuando dominas la naturaleza, creas instituciones y símbolos, o sea, cultura. Dejar que la emoción te domine puede ser un suicidio, dijera Marko y todo el mundo Occidental. Es la polémica entre tradición y modernidad, espacio moral por donde “los latinoamericanos” nos movemos tan dolorosa como cotidianamente. Argentina gana el campeonato del mundo, pero antes de eso debe hacer llorar a todo un país, y todo un continente y toda una idiosincrasia. El drama en su más pura esencia.

A cambio de no poder ganar racionalmente una batalla, los mexicanos nos envolvemos en la bandera y optamos la inmolación. Massiosare un extraño enemigo.

Me recuerda cuando Hugo Sánchez falló el penal en México 86 contra Paraguay, ni más ni menos que en el Azteca, en la cúspide de su carrera, goleador de la liga de España, puso a todo el país a recitar mantras de dioses hebraicos y a proferir todas las maldiciones ex profesas para tales momentos. No era el único momento. Daniel Bautista, marcha 20 kilómetros, poseedor del récord mundial, nunca apareció de aquel “túnel maldito”, donde fue descalificado a 2 kilómetros antes de llegar a la meta. ¿Razón contra emoción?

El domingo, cuando vi que un coche de Red Bull había colisionado a escasos 30 segundos de iniciada la carrera, juré, o más bien quise jurar, y por supuesto, ansiaba por todos mis medios anímicos posibles, que se tratase de Verstappen. Casi grité de alegría porque suponía que al final habría una fisura en la impecable perfección del piloto holandés. Todo eso en menos de un segundo.

Al final, la realidad, la mía, la nuestra, la que sabemos está presente en cualquier carrera del Checo, en cualquier penalti de la selección, en las imploraciones catárticas del Chicharito antes de sus juegos, en el “ojalá” y el “Dios quiera”, llegó como siempre y nos acomodó de nuevo una madriza emocional. Otra vez. Sabemos que no está en el cerebro sino en otro campo, a veces oscuro, a veces luminoso, de la casualidad y lo fortuito. Lo cambio, entonces: “estoy seguro” que Checo Pérez se repondrá la próxima carrera y sacará la casta azteca y maya y tarahumara y bla bla bla.

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