El desastre
El imaginario popular es sabio. Uno sube a cualquier taxi o escucha conversaciones en el autobús o combi colectiva y puede tomar el pulso político de lo que siente el ciudadano de a pie.
El imaginario popular es sabio. Uno sube a cualquier taxi o escucha conversaciones en el autobús o combi colectiva y puede tomar el pulso político de lo que siente el ciudadano de a pie.
¿Quién no quisiera escribir algo sobre la muerte de Fidel Castro? De hecho, representa, quizá, la noticia esperada por los que nos formamos generacionalmente en el siglo XX.
Quizá como nunca antes el país vive una de sus peores crisis institucionales de su historia. Desde el México pos-revolucionario no se veía una desazón que rebasa, en mucho, la coyuntura de un partido en poder.
Dedicado a mis colegas antropólogos/as que, a lo largo del camino, han compartido conmigo muchas y grandiosas cosas, incomprensibles en lo material, pero sí en los afectos y emociones que forman parte de los terrenos de la perpetuidad.
¿Y si en verdad Enrique Peña Nieto tiene razón, y cree exactamente en lo que hace? ¿Si en verdad todo lo que ha malhecho, todo en donde la ha regado, forma parte de un proceso trazado y planeado dentro de un proyecto sexenal que pretende ser mucho mayor, de la envergadura del desmantelamiento sistemático de eso que se llamó Revolución Mexicana?
Los Juegos Olímpicos son todo menos unos eventos deportivos. Por eso se deben leer en clave política, que es como corresponde ver sus alcances y condicionamientos en la agenda internacional.
Decía el roquero español, Miguel Ríos, en una estrofa de una de sus canciones más famosas, “el rock no tiene la culpa de lo que pasa aquí”. Lo mismo sucede con los deportistas olímpicos mexicanos: ellos no tienen la culpa de la nula cosecha de medallas.