Cultura y política universitarias

La cultura universitaria expresa el sentido de ser de una Universidad. Lo hace de forma epigonal. La cultura en su definición antropológica remite a saberes, creencias, hábitos, costumbres, prácticas, representaciones, conocimientos y sentimientos que definen fuertes reconocimientos como comunidad. Las universitarias y los universitarios compartimos identificaciones con orgullo por ser parte de una especie de “patria chica” alimentada a diario en cada institución de educación superior y, al mismo tiempo, por participar de un universal trascendente a prueba de fronteras. No hay un ser cabalmente universitario que no se emocione cuando escucha en cualquier parte del mundo el Gaedeamus Igitur y sus vítores a la Universidad, al profesorado, a nuestra sociedad, a los y las que estudian, al Estado, a quién lo dirige y a los mecenas.

La cultura universitaria identifica y diferencia. Nos da un lugar en la sociedad, nos distingue como gremio y hasta nos adscribe a equipos deportivos que cuando contienden sacan todas nuestras pasiones. También, nos hace responsables del cuidado, la conservación y la reproducción del legado cultural universitario en todos los espacios sociales, no solo en los campus universitarios. Como la sociedad, la Universidad que la expresa está atravesada por relaciones de poder, intereses académicos y extraacadémicos que pugnan por imponer su arbitrio, frente al cual el espíritu universitario trata de definir consensos, acuerdos colectivos y normatividades. Sin embargo, las embestidas son muchas veces tan fuertes que todo es avasallado por grupos que imponen sus voluntades de poder por encima de los principios y valores institucionales y hasta de la dignidad de los miembros de la comunidad. Esas personas tienen el afán de autojustificar sus roles en ciertos espacios de los que se creen dueños, de hacer crecer la burocracia y su poder, de petrificarla o perpetuarse en ella sin el menor interés por actualizarse para responder a los objetivos y misiones sociales de las instituciones, de activar la democracia universitaria y de responder en plenitud a las demandas de la sociedad. No hacen falta más palabras para evidenciar que nos topamos con la ley de hierro de la oligarquía definida magistralmente Robert Mitchel (1876-1936).

Sin embargo, la cultura universitaria es mucho más que esas artes a veces tan rupestres. Es mucho más que las culturas organizacionales que siembran la desconfianza, la discrecionalidad y, reproducen el acoso laboral, de género y estudiantil por falta de contenciones de profundo calado. Es la cultura practicada, vivida y sentida por los estudiantes, los académicos y trabajadores administrativos con verdadera vocación de servicio. Es la alegría de aprender, compartir, servir, mirar hacia el horizonte de los descubrimientos y las innovaciones sociales, culturales, científicas y tecnológicas. La cultura del diálogo crítico, respetuoso de la diversidad y las libertades, la solidaridad, del altruismo, la colaboración, la ayuda mutua y la reciprocidad es parte del ser universitario o universitaria. También, los tabúes, las complicidades, las conveniencias, los silencios y las simulaciones son parte de esa cultura.

Portada, Gaudeamus Igitur Studentenlieber, Disco LP, Alemania, 1984

Durante más de 30 años las políticas públicas neoliberarles en materia educativa fueron dando golpes mortales a la cultura universitaria instituyendo como normales la competencia, la meritocracia, el egoísmo intelectual, el desapego y la desafección institucional, las carreras egocentradas, la precariedad, las escaseces, la parametración según estándares internacionales, la monetarización, el pirataje de saberes, la usurpación de autorías de otro(s) u otra(s) por un individuo para acumular puntos e insertarse en los circuitos dorados de la ciencia y el arte internacional. Esas políticas han tenido un impacto notable en la crisis de las universidades públicas y en su lenta “muerte” como instituciones. Crisis mortal que se ha expresado de distintas formas a través de su descapitalización, mediante los recortes presupuestales, el despilfarro o desvío de recursos y el endeudamiento público concretado en distintas casas de estudios. Desde mi modesta perspectiva, lo más grave de todo ha sido la operación ideológica que apostó por la pérdida de la legitimidad cultural y la centralidad social de las universidades. Mismas que han sido politizadas, desacreditadas y desprestigiadas para alejarlas de su espíritu original, para alterar sus relaciones con el Estado y la sociedad, desmovilizarlas socialmente y reducirlas a los míseros códigos de los grupos de poder enquistados dentro y fuera de la academia.[1] El modelo hegemónico ha sido el de la empresa-universidad, el del negocio-educación. El modelo empresarial del neoliberalismo precarizó la calidad de la enseñanza, el trabajo académico, y los procesos de aprendizaje, investigación y comunicación científica.[2]

En este espacio lo que me interesa es profundizar en el enorme impacto de esa apuesta por reducirlo todo a la lógica económica en el desempeño de la función sustantiva de la extensión universitaria, la vinculación, la acción o la proyección social. En este sentido se constata cómo las áreas centrales para el desempeño de esa función sustantiva fueron reducidas en muchos casos, de manera nominal o en la práctica, de secretarias o vicerrectorías a direcciones o departamentos subordinados a las funciones docentes o a las adjetivas funciones administrativas. La Universidad mercantilizó muchos de sus servicios o dejó de prestarlos si no daban rédito. El costo ha sido enorme porque, por ejemplo, la valoración social de algunas instituciones de educación superior es cada vez más negativa. La cultura universitaria quedó sin una visión organizacional y programática, dejó de ser un cemento aglutinador de las comunidades universitarias, y una agencia mediadora entre la investigación y la docencia. La identidad universitaria se redujo a una marca comercial a la venta en una tienda de mercaderías. Un caos de programas concebidos por separado y sin integración efectiva en una proyección más amplia del desarrollo institucional y social. Un programa editorial más o menos desarticulado, otro programa de transferencia de tecnologías al sector empresarial que se olvida del sector social y de las innovaciones socioculturales, un programa de servicio social que es incapaz de garantizar el seguimiento y el acompañamiento de los estudiantes en sus primeros pasos en el campo laboral, programas deportivos cercanos al elitismo y distantes de la masividad y, en general, una dispersión enorme de todos los programas para la formación del estudiantado de forma integral, para la vida y como ciudadano crítico, para la divulgación de la cultura humanística y científica, y su socialización necesaria en la vida universitaria y en la agenda pública. La clásica extensión universitaria se alejó de una idea de Universidad como crítica viva de su tiempo para reducirse, en muchos casos, en agencia de publicidad y organización de megaeventos de una gestión o celebraciones frívolas de sus liderazgos narcisistas.

Lejos de las promesas de cambio, en la práctica terminamos enrolados en los proyectos de la “empresa” científico-académica, respondiendo a juegos de intereses, a luchas por el capital científico individual, grupal o institucional y a relaciones de poder perversas. En la magistral conferencia de José Ortega y Gasset (1883-1955) titulada “Misión de la Universidad” ante cientos de estudiantes universitarios en 1930, él sostuvo con meridiana claridad: “La reforma universitaria no puede reducirse a la corrección de abusos, ni siquiera consistir principalmente en ella. Reforma es siempre creación de usos nuevos.”[3] Más adelante subrayó con una actualidad deslumbrante que la Universidad tiene entre sus funciones la trasmisión de la cultura o un irrenunciable fin cultural.[4] Sin duda,para pensar en los nuevos usos que superen los problemas de fondo, es importante poner en el centro del debate y al mismo nivel que la docencia y la investigación, el trabajo cultural de la Universidad.

Comparto con muchos colegas[5] una visión donde se sitúa a la cultura universitaria como la mejor manera de renombrar los esquemas tradicionales del extensionismo que nacieron en Inglaterra a principios del siglo XX y se extendieron rápidamente por todas las universidades del mundo. Para superar ese modelo donde la vinculación es estrecha y la proyección social unidimensional, hay que pensar en políticas culturales universitarias con múltiples dimensiones que incluyan a todos los sectores de la sociedad y de la comunidad universitaria, que integren un rol activo de la Cultura en la Universidad tanto hacia dentro de la institución como hacia fuera, con la sociedad donde se enraíza y territorializa.

LeValeur. Gaudeamus Igitur. Diseño para tatuaje, 2013

Una parte fundamental del debate gira alrededor de la puesta en valor social y comunitario del patrimonio histórico y cultural universitario. Se trata de todo lo acumulado por generaciones de universitarios en colecciones de objetos, piezas, imágenes, utensilios o implementos profesionales, vestigios del pasado o muestras de vida de la naturaleza atesoradas por años en gabinetes o laboratorios de investigación, así como de las colecciones de libros raros y valiosos y de material hemerográfico de gran valor cultural y científico. También, el patrimonio edilicio, en muchos casos de gran relevancia por estar situado en los centros históricos de las ciudades, contenedor de piezas de arte de gran valor que fueron donadas por destacados creadores, profesores-artistas u otros universitarios con notables carreras antes y después de sus estudios. Muchas de estas obras magistrales permanecen sin catalogar pudiendo ser objeto de apropiaciones ilícitas.

Las casas de altos estudios tienen que volver a poner su atención en el patrimonio histórico y cultural que atesoran, en su resguardo y su conservación —sin conservacionismos conservadores—, así como en promover su crecimiento con el ingenio y la creatividad de la comunidad de estudiantes, académicos y administrativos que debe trabajar arduamente junto a la sociedad por y para el bien común. Todos los conocimientos científicos y las creaciones artísticas y literarias de los(as) universitarios(as) deben ser bien resguardados, dados a conocer y dispuestos al acceso público a través de programas que respondan a una política cultural universitaria coherente con la misión y visión del Alma Mater. De ahí, la importancia de estimular la participación innovadora de todos los(as) universitarios(as) en el cuidado, promoción y engrandecimiento de ese patrimonio común.

El patrimonio universitario va más allá del inventario de bienes materiales tangibles identificados con códigos de barras o largos números. Empero, dentro de ese patrimonio material hay objetos que al paso de los años adquieren gran valor para los museos universitarios, y para la enseñanza misma, al mostrar los cambios en el tiempo de los artefactos, muebles o utensilios de determinadas profesiones. Tanto una máquina de escribir como una balanza, un nivel de topografía o sillón de estomatología utilizados hace más de 30 años pueden ser objetos de gran valor pedagógico para la enseñanza; también, las muestras de los primeros teléfonos y de las primeras computadoras utilizadas en las aulas o laboratorios pueden ser parte de colecciones que ilustren la historia de una universidad. Los museos físicos o virtuales de historia de la Universidad reúnen indicios que evidencian el paso del tiempo en las instituciones y la actualización de las identidades universitarias. La memoria universitaria es más que una galería de fotos de rectores, honoris causa, profesores eméritos, generaciones de estudiantes, movimientos de protesta o huelgas estudiantiles o sindicales, porque los universitarios no debemos olvidar todos los fragmentos que configuran la historia social y cultural de las universidades.

Unas políticas culturales universitarias vigorosas, como parte sustantiva de los programas académicos, ayudarán a que la acción, la extensión, la transferencia y la vinculación con la sociedad, se conciban y practiquen de manera articulada con los programas de formación de pre y posgrado y de investigación-creación-interpretación. También, contribuirán a la apuesta por universalizar la educación superior a través de programas de formación continua, destinados a la actualización profesional, a los adultos mayores, a los jóvenes y adolescentes y a la niñez cuyas vocaciones científicas y artísticas deben ser estimuladas y desarrolladas. Hacer porosa socialmente a la Universidad es una corresponsabilidad de todos(as) los(as) universitarios(as).

La cultura universitaria es transversal a todo el quehacer universitario. Puede contribuir a superar la actual fragmentación y a transversalizar los ejes estratégicos de un desarrollo institucional comprometido en serio con la construcción de un espacio universitario donde las culturas científica, humanística y artística converjan para fecundar proyectos fuertes de sociedad y potenciar la creatividad humana. Por ejemplo, los programas de cultura universitaria pueden promover la transversalidad de las perspectivas de la sustentabilidad ambiental en torno a una “agenda verde”, la equidad de género y la interculturalidad entendiendo su importancia para el reconocimiento de las diferencias y favorecer la convivencia universitaria y la cultura de la paz. Sólo las acciones culturales y políticas pueden hacer frente a la violencia de género y la violencia en el trabajo, actuando decisivamente ante el acoso y la discriminación por diversidad funcional, autodeterminación de identidad y expresión de género en la comunidad universitaria.[6] Ese es el verdadero espacio necesario para implementar ampliamente todos los mecanismos y medios que requieren los protocolos para la prevención y atención de todas las formas de violencia y, en especial, de la de género, así como los protocolos de seguridad y protección de trabajadores y estudiantes en los ámbitos laborales, de estudios, de trabajo de campo y de servicio social. Asimismo, para contribuir a promover y a defender los derechos universitarios y humanos.

La Universidad del siglo XXI en el contexto de la sociedad del conocimiento y la sociedad de la cultura, tiene entre sus funciones primordiales la función cultural, el desarrollo de acciones culturales que contribuyan a la comunicación de la cultura científica, tecnológica, humanística y artística, a la socialización del patrimonio colectivo, la vinculación, la integración y la convivencia de la sociedad, así como la provisión de bienes y servicios de calidad que aseguren la formación de recursos humanos al más alto nivel y la realización de investigaciones de gran impacto social. Para desarrollar esa amplia agenda cultural que articule todos los programas, proyectos y espacios universitarios en una oferta pública, se requieren reformas profundas que con autenticidad partan del replanteamiento de la responsabilidad sociocultural de la Universidad. También, se necesitan estudios rigurosos sobre las culturas estudiantiles, académicas y laborales para conocer sus gustos, hábitos, prácticas, condiciones de vida, expectativas e iniciativas; sin duda, ese conocimiento de las culturas universitarias y de las socialmente vividas es muy relevante para conocer al sujeto universitario y al sujeto social y para fundamentar la orientación del quehacer cultural del sujeto Universidad.[7]

La Universidad puede ser cívica al participar de la convivencia social de las personas demostrando una actitud respetuosa y comprometida con todos aquellos asuntos públicos de interés colectivo para los ciudadanos de su sociedad. Puede integrar a su propia comunidad y abrirse a todos los sectores sociales, de todas las generaciones, para que concurran a clases, talleres, conferencias, cursos acreditables, actividades extra-académicas y a aulas especiales para la tercera edad y para la infancia. La Universidad necesita una estrategia de comunicación social y científica que promueva el acceso abierto al conocimiento como bien público, haga circular la producción editorial y cultural universitaria en todos los espacios cotidianos y de prestigio, promoviendo el hábito de la lectura y del debate constructivo a través de todos sus medios impresos, radiales, televisivos y/o digitales. En este complejo y arduo trabajo cultural todos(as) los(as) universitarios(as) tenemos algo que aportar en colaboración con los grupos, formaciones o asociaciones de creadores, artesanos, escritores, artistas, deportistas y activistas que necesitan espacios y medios culturales como los universitarios para la producción, distribución y socialización de sus creaciones y propuestas.

La necesidad de una proyección sociocultural de las universidades públicas no ornamental, tampoco chabacana y contra sus malos usos, muestra la irreductibilidad de estas instituciones a las lógicas puramente económicas y únicamente políticas. Sólo el diálogo crítico y propositivo, con temple, entre todos los miembros de la comunidad universitaria y los actores sociales, puede contribuir a repensar los espacios universitarios y desarrollar una cultura académica que asegure orgánicamente el pleno cumplimiento de su misión, y que la salve de sus ruinas. Ello significaría la consolidación de: la agenda de formación e investigación; el liderazgo local, regional o territorial que impulsan las actuales políticas educativas; la “competitividad”, “capacidad”, creatividad e innovación académicas; la incidencia en el ámbito público a partir de la generación y difusión de conocimientos; la intervención social en la discusión de “las ideas vivas” y los temas de interés de cada sociedad; y, por último, la contribución al conocimiento público de los procesos sociales, económicos, políticos y culturales. “Alegrémonos pues…” para que el Alma Mater floreat y atendamos la urgencia de replantear las “coordenadas de lo posible.”[8]

 

Notas y referencias

[1] B. de Sousa Santos, 2006. La universidad en el siglo XXI. Para una reforma democrática y emancipadora de la universidad. La Habana: Casa de las Américas.

[2] Chomsky, N., 2013. El trabajo académico, el asalto neoliberal a las universidades y cómo debería ser la educación superior. Bajo el Volcán, 13 (21), pp. 121-134.

[3] José Ortega y Gasset, 1960. “Misión de la Universidad”. En: Misión de la universidad y otros ensayos afines. Madrid: Revista de Occidente, p. 4.

[4] José Ortega y Gasset, 1960. “Misión de la Universidad”, pp. 23-24.

[5] Antonio Ariño Villarroya, 2020. Cultura universitaria. Políticas para la Alma Mater. Valencia: tirant humanidades. Adriana Díaz Támara y Margarita Guzmán Bejarano (comps.), 2010. Universidad y cultura. Reflexiones sobre las políticas culturales. Memorias del foro ¿Por qué una política cultural en las universidades? Bogotá: Editorial Universidad del Rosario, 2010. M. W. Apple, 2001. Política cultural y educación. Madrid: Ediciones Morata.

[6] Al respecto recomiendo ampliamente los excelentes trabajos de Veronika Sieglin y Florencia Peña Saint Martin. Por ejemplo: V. Sieglin, 2016. “Acoso laboral y culturas organizacionales”. Ciencia UANL, 80, 8-12; V. Sieglin, 2019, “Desempoderamiento de las comunidades académicas, acoso laboral y problemas de salud en las élites académicas de las universidades estatales.” En: Alain Basail Rodríguez (coord.), Academias asediadas. Convicciones y conveniencias ante la precarización. Buenos Aires-Tuxtla Gutiérrez: CLACSO / UNICACH-CESMECA, pp. 91-134. F. Peña Saint Martin y Fernández Marín, S. K. (eds.), 2016. Mobbing en la academia mexicana. México: EÓN / ENAH.

[7] La institución en la que tengo el honor de trabajar tiene uno de sus antecedentes institucionales en el Instituto Chiapaneco de Cultura (ICHC), entre cuyos aportes más destacados estuvo el de orientar sus políticas culturales en base a los resultados de los estudios culturales de un notable grupo de investigadores. Esa herencia se tradujo en lo que es hoy el prestigioso Centro de Estudios Superiores de México y Centroamérica (CESMECA). Empero, se dejó de lado la investigación sociocultural para orientar el quehacer de la Extensión universitaria reduciéndola prácticamente a su otrora robusto programa editorial. Ver: Andrés Fábregas Puig, 2015. Marcos institucionales de la antropología en Chiapas a finales del segundo milenio. Tuxtla Gutiérrez: Universidad de Ciencias y Artes de Chiapas, Centro de Estudios Superiores de México y Centroamérica. [http://repositorio.cesmeca.mx/handle/11595/784]

[8] Desde una perspectiva crítica mi querida amiga Estela Quintar propone desfuncionalizarnos y trascender el “fenómeno termidor” que padecemos en la academia latinoamericana a partir de un retorno sobre nosotros mismos como sujetos históricos y comunidad de pertenencia y buen sentido histórico. Estela Quintar, 2019. “La universidad latinoamericana. Entre el sujeto interpelado y las coordenadas de lo posible”. En: Alain Basail Rodríguez (coord.), Academias asediadas. Convicciones y conveniencias ante la precarización. Buenos Aires – Tuxtla Gutiérrez: CLACSO / UNICACH – CESMECA, pp. 247-282. [http://repositorio.cesmeca.mx/handle/11595/993]

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