La Muerte grabará como solista

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Los seres humanos no alcanzamos a entender la muerte simple. El deceso porque sí. Exigimos explicaciones, paraísos, rituales. Necesitamos culpables, blancos para nuestros disparos: el Destino, los doctores, el Gobierno. Nadie puede morirse sin dejar circunstancias que ameriten la sospecha. Incluso, ante la ausencia de responsables tiende a decirse “sólo Dios sabe por qué hace las cosas”.

La muerte siempre da motivos para pensar. Dice Manolito (aquel cicatero amigo de Mafalda) que a él le interesa la vida “no los extremos de la vida”. El problema es que la demás gente sí está obsesionada con esos extremos. Nacer y morir son los dos acontecimientos que no sólo reúnen a nuestros parientes -personas que difícilmente coincidirían bajo un mismo techo- sino que sirven para resumir una vida. Son como las escrituras de un predio: marcan nuestro radio legal de acción. Por eso cuando los historiadores dudan del año de fallecimiento de algún personaje –y recurren al signo de interrogación (1932-¿1978?)-, en el fondo temen que siga con vida.

A todo mundo le aterra la idea de morir, y quizás sea ese miedo a desaparecer de la faz de la Tierra lo que sostenga la necesidad de consumir decesos ajenos a través del cine. Es con la ficción, como la gente experimenta el horror de un asesinato detallado sin exponer su integridad física o moral. Y es el género del terror -que lo mismo explota zombis que niños poseídos- el encargado de recordarnos que la muerte existe y de hacernos creer que se da en las circunstancias más inverosímiles.

De todas las formas de defunción, el cine ha popularizado las posibilidades más remotas (monstruos, asesinos seriales, un pacto con el rey de las tinieblas). De ese modo, el celuloide nos plantea un universo reconfortante donde es el Diablo y no la estupidez humana el mayor peligro sobre la Tierra. Y se trata de una condición tan alejada de la realidad que hasta nos produce alivio.

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Con sus villanos entrañables, el cine de terror explota la necesidad, muy humana, de una muerte barroca, complicada, siempre extraordinaria, y donde la tragedia siempre llegue envuelta en un empaque complicado de abrir. Freddy se mete en los sueños y Chucky necesita un cuerpo donde alojar esa alma de criminal que no le cabe en el plástico. Los asesinos múltiples esconden a moralistas obsesivos; Jack Frost es el producto de un baño radioactivo y los Payasos Asesinos, de una mala tarde en la boletería del circo. Esos hombres terribles con dedos de navaja y máscara de hockey han hecho de la muerte un carvanal, donde dejar salir nuestros impulsos.

A primera instancia parece que el cine de terror ha quitado toda dignidad al acto de ser asesinado. Es verdad que resulta bastante vergonzoso desaparecer sin “últimas palabras” y sólo profiriendo gritos como si fuésemos adolescentes en un juego mecánico, pero aceptémoslo: es más vergonzoso que alguien muera diciendo “Qué gran artista perece conmigo”, como Nerón, poco antes que un loco nos rebane el cuello.

En los filmes de terror nadie muere absurdamente como sí sucede en la realidad (Esquilo, por ejemplo, sucumbió cuando le cayó una tortuga del cielo). En las películas de miedo, hay una maquinaria malévola para justificar que cualquier extra perezca. Es la presencia siempre consciente de la muerte lo que nos aterra, no importa si como en las historias de Stephen King, se tenga que recurrir a cementerios navajos, a niños autistas con poderes de telequinesis o a extraterrestres.

De duendes malditos a enfermos terminales que proponen juegos macabros, el cine de terror, como los Papas, parece ser afecto a los números romanos: Lepechaun II, Saw VI, Friday the 13th IV, Puppet Master VIII, Hellraiser V. Esto no sólo nos dice que siempre habrá formas de perecer mientras haya sangre de utilería y suficientes muchachas que salgan corriendo con la ropa hecha jirones, sino que la muerte sobrevive a todo y necesita de sagas que atraviesen generaciones enteras pues nunca se da abasto con la palabra “Fin”. (La secuencia de créditos parecería decirnos que después del cast la muerte irá tras sonidistas y camarógrafos).

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Por último, no puedo concluir este artículo sobre el cine de terror sin referirme a una película que paradójicamente no es de terror: Bill y Ted. En esta cinta los protagonistas no sólo vencen a la Muerte sino que logran que toque con ellos en un concierto de rock. Mientras la música se escucha, portadas de periódicos y revistas dan cuenta del futuro éxito de la banda. La más célebre noticia de esa galería reza: “La Muerte grabará como solista”. No olvido esa línea porque me recuerda que aún cuando la Muerte interpreta la música de fondo en nuestras sociedades (trabajamos, nos reproducimos, creamos para no morir del todo), el cine de terror, la literatura del miedo, nos reencuentran con esa muerte solista, virtuosa ejecutante de un estribillo que algún día nos sonará conocido.

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