Si la vida te da la oportunidad de escribir algo llamado “la mamá de Marx” no la desperdicies

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Los últimos meses he abrumado a mis contactos de Facebook con información acerca de Karl Marx: testimonios sobre lo peludo que se veía, su opinión sobre los gatos, el coqueteo con que pretendía convencer a Feuerbach de escribir en su revista o aquella intensa carta donde Jenny, su mujer, le dice que, con frecuencia, se lo imagina sangrante y mutilado, y que esa imagen le provoca una enorme dicha. Sucede que hace un par de días, mi mamá compartió en Facebook este comentario mío de tendencia marxista:

y el asunto me hizo pensar que no había hablado de la mamá de Marx, una señora a la que el propio Karl se encargó de menospreciar y dibujar como si se tratara de una vieja avara, insensible a las necesidades de su hijo.

Henriette Marx (1788-1863) ha tenido muy mala prensa entre la mayor parte de los biógrafos del filósofo: se ha dicho de ella que era «modesta, incluso primitiva», que «estaba obsesionada con la salud de los miembros de su familia», que no tenía educación y que se había resistido a entregar a Karl un adelanto de su herencia solo por mezquindad. Esa descripción no es del todo exacta como suele suceder con los retratos que hacen de sus madres algunos adolescentes enojados con la disciplina. Lo sorprendente en el caso de Karl es el claro resentimiento que sacaba a flote cada que podía. En una carta de enero de 1863, lamenta la muerte de Mary Burns, la esposa de Engels, en estos términos: «¿Acaso el lugar de Mary no debería haberlo ocupado mi madre, que en cualquier caso es propensa a las enfermedades y cuya vida ya se ha alargado lo suficiente?» Y bueno, se suponía que le estaba dando el pésame a su amigo.

En su admirable biografía de Marx, Jonathan Sperber ha querido formar una imagen mucho más equilibrada de la madre, atendiendo al contexto histórico. En primer lugar, habría que tomar en cuenta que Henriette provenía de una estirpe acaudalada y que fue su generosa dote la que permitió al padre de Marx ejercer su profesión y fundar una familia de nueve hijos. No es que se aferrara a sus posesiones, como que las posesiones deberían garantizar el bienestar de sus otros vástagos (prueba de que no se equivocaba en sus cálculos es que pudo proveer, ya viuda, la dote de sus tres hijas y aun así conservar una renta anual muy respetable). Tampoco es incomprensible su obsesión por la salud de su prole: cuatro hijos suyos murieron de tuberculosis. Por otra parte, a pesar de que Marx la despreciaba «por inculta», la realidad es que aprendió alemán hasta los veintiséis años (porque su lengua original era el holandés) y, en esas condiciones, su nivel de alfabetización era superior a la media.

Marx le dijo alguna vez a Arnold Ruge, un compañero de los Jóvenes Hegelianos: «mientras viva mi madre, no tengo derecho a acceder a mi fortuna», una afirmación no solo injusta sino legalmente sin fundamento. Daba la impresión de que Marx no quería una madre sino un Engels. La herencia del padre, por ejemplo, fue repartida con estricto apego al Código Napoleónico, pero las deudas acumuladas por Marx superaban su parte de la herencia, por lo que técnicamente no recibió nada. Por otro lado, la madre le brindó recursos, en la forma de préstamos, a fin de que el joven Karl terminara sus estudios y consiguiera un trabajo. Y he ahí algo que quizás explique la larga cadena de rencores. Según Sperber, Marx dio por sentado que su padre viviría más años de los que en realidad vivió y, después de su muerte, supuso «que en algún momento tendría un empleo estable y bien remunerado. En parte debido al contexto económico general, pero principalmente por el radicalismo intelectual y político de Marx, este [último] supuesto nunca se materializó».

Quizás el único estereotipo que encajara por completo en el retrato de Henriette Marx como madre judía haya sido el de «calculadora». Murió un 30 de noviembre de 1863, a la misma fecha y hora del aniversario 49 de su boda. «Tal y como ella lo había previsto», en palabras de Karl.

Cuando Marx tenía diecisiete años y era un estudiante de la Universidad de Berlín, Henriette le dio los siguientes consejos:

«Déjame decir, querido Carl, que jamás deberás considerar la limpieza y el orden como algo secundario, pues la salud y la alegría dependen de ellos. Sé estricto en que frieguen el suelo de tu cuarto con frecuencia y establece una hora determinada para que lo hagan; y por lo que a ti respecta, querido Carl, lávate una vez a la semana con esponja y jabón. ¿Cómo te arreglas con el café, lo haces tú mismo?»

Si no estoy exagerando, se trata de unas recomendaciones absolutamente necesarias para todo aquel que quiera derrocar el orden social existente.

Este texto fue publicado originalmente en el blog del autor: Tediósfera

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