Todo es real, dijo, todo sucedió
Roberto Bolaño:
Es martes a las tres de la tarde y subes por las escaleras verdes y metálicas del edificio «O» del CCH. En la escaleras te cruzas con una, dos, tres y hasta cuatro personas conocidas que estuvieron en alguna clase contigo o que son amigos de tu amiga o con quienes te besaste en una fiesta o invéntate cualquier otra compleja relación simbiótica de las que allí afloraban. Hola, Mariana ¿qué cuenta la clase? ¿Todo bien? ¡Nos vemos! Hola, Edgar. Tengo un poco de prisa ahorita (la verdad es que rara vez se va con prisa en ese lugar). Sale pues. Cuídate (porque el CCH es una villa donde es imposible no topar, al menos de vista, a ese wey o a esa morra que están siempre ahí con eso haciendo lo otro). Total, que después de los saludos rituales en la escalera te diriges al salón 7, que está del lado izquierdo. Te asomas antes, a ver si no hay nadie ahí ya sea estudiando o cotorreando o llorando o durmiendo o fumando o cogiendo o quién sabe qué clase de barrabasadas hacíamos en ese rincón del a tierra al que Dios sólo mira con el rabillo del ojo. Las mesas y sillas acomodadas en dos largas hileras a los costados del aula dan la impresión de entrar a una pequeña nave de mercado. ¿Hay alguien? Con permiso. Dejas tu mochila. Hay clase aquí en un rato, avisas a quien se aprovecha del salón vacío (digo, ¿y quién jamás se aprovechó de uno?). ¿No hay nadie? Tumbas tu mochila sobre la mesa cerca de la ventana que da al edificio «Y», en donde hay laboratorios lúgubres, baños de mujeres y una bodeguita de la cual se aprovechan las personas que venden dulces en plantel. Puedes voltear a ver el pizarrón en el que dentro de unos minutos Luis dibujará unas cazuelitas con palitos arriba que representarán las sílabas y los acentos mientras dice tátatatátatatatatatáta (¡Oh dulces prendas por mi mal halladas!) o incluso un tatátatatatátatatatáta (No sabe qué es amor quien no te ama), porque la poesía es mutable.
Sales por la puerta y te asomas a ver, te recargas en el barandal o de plano te sientas al lado de la puerta del salón, recargada en la pared, según sea tu estado de ánimo. Si escogiste recargarte en el barandal, aquí tienes dos opciones: asomarte hacia abajo del lado izquierdo del barandal y apreciar la sala audiovisual en donde quizá haya gentes del taller de teatro ensayando o alguien tocando el triste piano que hay ahí dentro, pero lo más probable es que no haya nadie (a menos que sea un día de lluvia, en cuyo caso las personas irán a buscar refugio ahí mientras no tengan la urgencia de acudir a algún otro lugar — como este salón en el que espero impacientemente — ). Sin embargo, en el pasillo junto a la sala audiovisual sí que camina gente con comida entre las manos o con una cartulina entre las manos o con un instrumento musical entre las manos o con una pipa entre las manos e incluso con otra persona entre las manos porque el amor es imparable.
La segunda opción es asomarte hacia abajo pero del lado derecho, y ver a las personas entrando y saliendo de los salones al la hora de cambio de turno (que pasan llevando en el rostro cien expresiones de cien sensaciones reflejo de cien situaciones), puedes buscar a Ibuki (que siente y adjetiva como daga lopezvelardeana), a Leo (que por alguna razón inaccesible para nosotros se sabe de memoria el poema del Gilgamesh, el Mahabaratha y se ríe como condenado) , a Daniela (que cómo brilla en su sonrisa de locura), a Mito (que tiene cara de angustiado, como de costumbre), a Lucía (que se acaba de pelear con alguien o está estresada porque no encuentra un cigarro). Rodrigo no llegará, si llega, sino hasta las tres cuarenta, entonces Luis (que llegó diez minutos antes que él y que avisó hace apenas quince) le hará una seña para que pase sin armar mucho barullo). En fin, puedes buscar algo en los rostros de la gente que pasa y pasa y vuelve a pasar. Te quedas a esperar.
Puede que lleguen más personas al taller, pero eso no nunca es seguro. Quizá llegue Sabina que mira y juzga y calla y ríe y a quien le cambias dos Malboros de clavo por dos Lucky Strikes de vainilla; quizá llegue Bezcot que le sigue dando en su madre al CCH Vallejo por octavo año consecutivo mientras lee a Heródoto o está en una subasta de libros o echándole más cal a una mezcla porque ningún gimnasio te deja tan marcado como el oficio de albañil; quizá llegue otra chica incómoda con más poemas sobre la revista TV Notas y La oreja de Van Gogh; quizá llegue ese gótico de dos metros que se maquilla mientras Luis lee; quizá lleguen Erik y Jaz, quienes llegan más por el puro gusto de convivir con nosotros (¿por qué?) y que disfrutan inocentemente a su Baudelaire; quizá llegue Yalith (quien después fue novia de Erik), que es la única de nosotros que le hace a las matemáticas y a la ciencia e incluso puede que llegue ese sujeto sombrío que sólo se apareció dos veces: la primera vez llegó con el cabello hasta la espalda y una rasta, para presentar un poema que ya nadie recuerda; la segunda y última vez llegó en el momento exacto en que Leo y yo hablábamos de ese tipo. ¿Quién era? Ese que una vez llegó con el cabello hasta la espalda y una rasta, para presentar un poema que ya nadie recuerda. Creo que sólo llegó esa vez. Se me hace que no volverá ¿Cómo? No mames que es él. Se cortó el cabello, wey, ¡pero ahí sigue su rasta todavía! Qué pedo. Da un chingo de miedo que se haya aparecido justo cuando hablábamos de él y que además haya entrado a la clase clavándonos la mirada (¡Juro que es verdad!).
(Otra posible situación: llegas un poco tarde al taller porque antes de ir al fuiste a la cafe o a los tacos de canasta de afuera y ahí te encontraste con alguien que posiblemente se llama Alfonso, te entretuvo platicando 20 minutos y de quien, con el dolor de tu corazón te tienes qué despedir o, si las confianzas se prestan para ello, le pides que te acompañe hasta tu salón porque ya mero va a llegar tu profe. Entran al plantel y en el camino saludas a tres personas personas más; das un vistazo a la explanada del colegio, habitada por los mugrosos que llevan ahí desde 1989 jugando haki a costa del descontento oficial; por los muchachos de padres ricos que tienen ya cinco denuncias de acoso en el grupo de Facebook del plantel; por los de la Agrupación Juvenil Anticapitalista en el árbol gay, con un manta en la que protestan contra la política migratoria de Donald Trump; por los esquiroles de la dirección en hechos bolita en una de las bancas del pasillo principal con sus playeras blancas con el escudo del plantel o su chaqueta de la UNAM; o por los otros niños ricos con una bocina en donde suena Maluma y JBalvin permanentemente. Ves pasar corriendo a esa chica a la que una vez le compraste unas gomitas que sabían medio extraño.
Finalmente llegas al O-7 y en las escaleras del edificio ya no saludas a nadie porque ya es tarde y ya todos se fueron. Fuera del aula están Daniela y Mito conversando (porque Luis, obviamente, aún no ha llegado) sin entrar al salón todavía. Les preguntas por qué no han pasado si el salón está vacío. Alzan los hombros en señal de algo y les invitas a pasar. Van, dejan sus mochilas. Daniela junto a la puerta y Mito cerca de ella. Aún esperan a Leo y a Lucía, a quienes ya les llamaste dos veces sin respuesta y resulta, además, que ese día Ibuki no llegará porque tiene asesorías de Latín en el IM. Una vez acomodadas las mochilas y observado el pizarrón, no sin evocar las reflexiones arriba mencionadas, salimos al pasillo. Es ese momento en el que inicia la conversación.
Ya conversando con la humilde bandicta del taller mencionamos a Carlos (a quien en realidad sólo Leo, Luis y yo conocimos y que es como una especie de fantasma en el taller): la única persona entre nosotros en ganar un premio de poesía; a Fátima, al terremoto del 2017. ¿En dónde estabas ese día? ¿Qué estabas haciendo? Pues era martes: obviamente estaba camino al taller cuando las ventanas comenzaron a tronar (¡y es que era inconcebible percibir semejante temblor acá si estamos sobre el pedregal!). Ese día en que escapamos todos y lloramos todos y nos partió la madre a todos. Pues platicamos con la bandicta acerca de eso, acerca de la clase anterior, acerca de Sor Juana, acerca del último libro que sacó Mito de la biblioteca, acerca de Ibuki que ya pronuncia mejor la l y la r. Vaya, acerca de muchas cosas platicábamos porque la poesía es un tema casi inagotable, como tan gozosamente discurría con Mónica el otro día.
¡Y ahí viene Luis! Por supuesto que trae el cabello mojado porque se despertó a las once y se levantó a las once y media ya al cuarto para las doce se metió corriendo a bañar para llegar 1:29 al taller porque hubo mucho tráfico, cómo no. Y es que, séanle comprensivos, anoche se desveló escribiéndole décimas a las garnachas o pensando en memes y tuits para su página de Facebook o inventando las manteconchas (¡Asegura que él las inventó!) para que se publiquen en El Deforma, en donde solía ser corresponsal de sí mismo. El taller era gratis, por supuesto. Las gentes de letras tienen que ganarse el pan como pueden, no obstante son conscientes de que la poesía es para es un bien público.
(Estimado lector, fuerzo una pausa en este momento para rogarte que escojas de qué tratará la clase de hoy: César Vallejo, poetas latinos, metapoemas, sonetos, poesía breve, poesía en portugués o poemas de sobre piedras… veo que has escogido los metapoemas (hubiera preferido los de piedras pero no los encontré en el archivo) ¡Excelente elección! Así pues, continuemos con el relato.)
Antes de comenzar la clase Luis nos preguntará que si de casualidad tenemos un cargador de Android que le prestemos porque a su celular se le agota la batería. En ese momento, Lucía dirá que sí y sacará de su mochila rosa con brillantinas (¿fue esa la que le robaron justamente un martes?) su cargador y Luis conectará su celular, que reposará en ese borde donde los profesores reposan los borradores y plumones, justo a la mitad del pizarrón, sobre de la toma de corriente.
Ahora, Luis pregunta, con sobrada educación, si de casualidad alguien trae un poema de autoría propia para compartir y tallerearlo entre todos porque, como la ilustre persona que lee esto ya ha de suponer, ¡esto se trata de un taller de poesía! Mas por azares de la desidia o de la timidez o del temblor o vete tú a saber por qué, terminó por convertirse en un taller de apreciación poética en el que rara la vez se lee un poema original. ¡Y mira! Mito trae un poema suyo que nos quiere revisemos. Es, creo, el segundo o el tercero que nos comparte. ¿Le sacaste fotocopias?, pregunta Luis. Claro, responde él. Reparte las quince copias que hace rato fue a sacar a la papelería que está junto a la cafe (con razón te pareció verlo hace rato). Generalmente nos gustan sus poemas: está algo pirado y tiene un oído muy agudo y gracioso para las palabras, aunque la poesía, según él, nunca ha sido su fuerte. Hay quien incluso se ha atrevido a decir que escribe mejor que Carlos, sólo que no se atreve a participar en concursos.
Su poemas es bueno. Recuerdo los siguientes versos: [versos de Mito que no encontré]. Mito lo lee en un principio, luego Luis pide que alguien más lo lea ¿Lo quieres leer tú? Adelante, Lucía. Lucía lo lee pausadamente, aunque se confunde y lee lívido por libido. No importa. Lo omitimos. Lo sigue leyendo y ahora el poema tiene un perfume diferente. Lo miras y le haces algunas anotaciones: subrayas esto que te interesó, tachas una palabra y arriba le escribes otra, escribes en el margen de la hoja un verso que se te ocurrió en ese momento, te quedas consternada por una parte en la que no estás segura de qué carajo habrá querido decir y que al rato le irás a preguntar. Ahora Luis leerá el poema.
Mientras lo lee, finalmente se aparece Leo en el aula. Sin dejar de leer, Luis le pide discretamente que discretamente entre. Le haces una seña con la mano para que se venga a sentar junto a ti y compartes con él tu fotocopia. Le haces una seña a Mito para preguntarle si le sobra alguna para regalársela a Leo. Te dice que no ¿Cómo chingados es que ya no tiene copias si sacó quince en la papelería y sólo somos nueve personas acá? Bueno, en fin que Leo y tú comparten. Mientras Luis sigue leyendo, Leo tiene sus ojos clavados en la copia y va sacando lentamente de su mochila para mostrarte un libro raro de esos que suele comprar en los puestos ambulantes donde se amontonan por pilas los libros de viejo: todo a quince perros pesos.
Luis termina de leer: ¿Qué les pareció? ¿A ver, Ángel, tú qué opinas, qué te pareció? (Lucía murmurará para sí misma que ese wey opina pura pendejada, por lo que no vale la pena registrar aquí lo que dijo al respecto, aunque de seguro fue algo superficial sobre la versificación o sobre una palabra que le sonó extraña, puesto que ni siquiera entendió al poema — ¿Los poemas son escritos para ser entendidos? — ). ¿Tú qué dices, Daniela? A Daniela sí que le gustó mucho. Dice que le recuerda a una metáfora que se explica en un libro de filosofía sobre San Agustín de Hipona que acaba de leer; también relaciona el decimotercer verso con un poema de León Felipe que estuvo comentando con Leo la semana pasada. Las palabras salen de ella con mucha emoción, como casi todo lo que sale de ella. ¿A ti, Rodrigo? A Rodrigo le pareció muy largo el poema. Piensa que podría prescindir de algunos versos o dividirlo en fragmentos, e incluso propone reemplazar estrofas completas con unas que él mismo ha escrito en los últimos días. Luego, sale Leo a opinar, y conecta el poema con otro de Wislawa Szymborska que leímos hace unas tres semanas. Bueno, la verdad en esta parte no estoy seguro de cómo me sentía al escribirlo, dice Mito, lo pensé al bajar del camión camino a mi casa y lo anoté en un kleenex, pero luego no le entendí a mi letra. Mito habla con timidez. A pesar de que generalmente sus poemas son aplaudidos, no deja de transpirar cada vez que presenta algo nuevo.
Luis comienza a comentar el poema: primero lo felicita )y me parece que en esta felicitación estamos todxs de acuerdo). Su poema, una vez más, ha gustado por la sonoridad de la que goza. Ante el comentario de Rodrigo, Luis le dice a Mito que no tenga miedo de escribir poemas larguísimos; le dice que escriba todo lo que salga y lo que se le ocurra, sin limitaciones: ya después le dará forma a todo ¡Escribe sin miedo! Es algo que nos decía a menudo y que no comprendiste sino hasta dos años después de salir de ahí, ya que no escribías más poesía.
Como todo excelente profesor, poeta y persona, Luis hace apuntes precisos y enriquecedores al poema de Mito. Le recomienda muchas lecturas de las cuales todos vamos tomando nota; cita otros siete poemas, uno con un verso que te estremeció y que rápidamente alcanzaste a apuntar en el margen de la hoja para llegarlo a googlearlo a tu casa y a leerlo impulsado por la inercia de dos horas ininterrumpidas de hablar sobre poesía, inercia que durará aproximadamente tres horas más. Años después, ese verso y ese poema que salió del escupitajo causal de la boca de un hado hace décadas están impresos y pegados con diúrex en la pared junto a tu cama y diariamente te hacen ruido en la cabeza.
Buenas observaciones. Mito quizá llegue a casa a corregir su poema, o quizá las bote y nunca más lo voltee a ver.
Ahora sí, el tema elegido: los metapoemas. Casi sin hacer contacto visual, Luis nos dice que hoy, como cada clase, está muy emocionado por el tema que nos atañe. Comenzamos con el primero. Es de Juan Gelman, por supuesto. Ese poema lo leyó la compañera Samantha una vez antes de desaparecer de la faz de la tierra. La compañera Samantha sólo estuvo durante un semestre: volviendo a la poesía / los poetas ahora la pasan bastante mal / nadie los lee mucho / esos nadie son pocos / el oficio perdió prestigio / para un poeta es cada día más difícil / conseguir el amor de una muchacha / ser candidato a presidente / que algún almacenero le fíe / que un guerrero haga hazañas para que él las cante / que un rey le pague cada verso con tres monedas de oro / y nadie sabe si eso ocurre porque se terminaron las muchachas / los almaceneros / los guerreros / los reyes / o simplemente los poetas / o pasaron las dos cosas y es inútil romperse la cabeza pensando en la cuestión/.
Juan Gelman ha sido una pauta de este taller y quizá hasta se haya convertido en una pauta de tu vida, porque no faltó el poema suyo que le dedicaste a tu persona enamorada y que ahora lees como con el corazón astillado; aunque Gelman hubiera preferido que su poema se leyera con alegría porque, dentro de todo, ocurre el alma entera en su quietud. Lo mismo pasa con Szymborska, con Gonzalo Rojas y con César Vallejo.
Leemos ese otro larguísimo e importante himno de Nicanor Parra: Los poetas bajaron del Olimpo. La situación es ésta: / Mientras ellos estaban / Por una poesía del crepúsculo / Por una poesía de la noche / Nosotros propugnamos / La poesía del amanecer. / Este es nuestro mensaje, / Los resplandores de la poesía / Deben llegar a todos por igual / La poesía alcanza para todos. Y no puede ser más cierto lo que dice. Raro sería que alguien en pleno 2018 en el CCH se opusiese a tales ideas sobre el ars poética, a menos que se trate de alguien de ese abominable grupo de neonazis que se manifestaron hace poco en la escuela.
Eres demasiado inquieta como para quedarte sentada toda la clase leyendo y apuntando solamente ¿no es así?: te paras, das una vuelta, sales a tomar aire, te acuestas en una mesa del fondo, cierras los ojos y respiras como si la poesía te fuera a entrar por las fosas nasales. Mientras los demás leen tú también tratas de leer y realmente lees por un rato porque los versos de Gonzalo Rojas ¡cómo te arrastran de las vísceras como para tumbarte al suelo! En un momento, mientras Luis explica algo al grupo, algo que Leo y tú ya escucharon porque es exactamente lo mismo que dijo en una clase de hace año y medio, te pones a cuchichear y a reírte con él de no recuerdas ya que sonsandeces y Luis les pide que se callen porque lo distraen (al rato quizá te escriba un whatsapp pidiéndote que ya no platiques tanto durante las clases).
Seguimos con el taller. Leemos un poema de Carlos Drummond de Andrade. Cada vez que Luis nos muestra un poema de algún autor brasileño se emociona bastante: nos cuenta de cuando iba al CCH en el salvaje año de 1999 y comenzaba a leer poesía por entonces. Drummond de Andrade es de sus preferidos y nos dice que básicamente es el Jaime Sabines brasileño ¡Incluso se pone a recitarlo en portugués! Aunque no lo admita, es un traductor de clóset. Habla, habla, habla, habla y en un parpadeo, por alguna razón, ya les está explicando qué carajos es el dativo ético en la gramática castellana (que es ese pronombre reflexivo en primera persona que se suele colar en oraciones como «me mataron a mi hijo» o «te me cuidas»). Este tipo de detalles son los que hacen que un día en el taller sea como probar un cuadro de LSD antes de que probaras el LSD por primera vez, o como irte a un retiro cristiano: no te lo pueden explicar; tienes que vivirlo tú mismo.
En fin, el taller termina. Gente se asoma a la puerta porque hay clase de comunicación aquí después de esto. De alguna manera te sientes extraño. Son, quizá, el taller más pequeño. Mientras que algunos pasan de 60 o 70 personas ustedes se esfuerzan por llegar a diez. Las gentes que se acumulan en la puerta (unas 30 y vienen más) les hacen recordarlo. Va pues, salen. Afuera, Mito Leo, Daniela y tú esperan a Luis para irse caminando juntos hasta la salida. En el camino Luis les sigue platicando un poco más, recomendando a otros poetas y contando anécdotas de su trabajo en la radio o de la vez que Juan Gelman le firmó un libro suyo y unos meses después murió, y su muerte devino, a su vez, en la muerte de José Emilio Pacheco. Mito va al baño. Pide que lo esperen. Lo esperan. Siguen el camino. Ya en la parada de camiones, Luis se despide; va a tomar el que va a CU, sin embargo, cuando ya se va, se detiene a contar sus monedas y descubre que no le alcanza ¿No tienen dos pesos? ¡Claro que sí, mi Luis!, responde Lucía. Se despide y se marcha hasta, ¿quién sabe?, la próxima semana.
El ritual aún no termina. Si tienes hambre irás con Leo, Daniela, Rodrigo y Mito a comprar tacos de canasta a la salida; y aunque no tengas hambre, no repararás en gastar cinco pesos en un taco de chicharrón. Total, no es a diario (pero sí cada semana). Vamos, Leo, Daniela. Ven, Lucía. No puedo, responde, ya tengo clase ahorita. No mamen yo voy en la tarde y ya son tres y cuarto. No le hace, respondemos, de todos modos ni entras a tus clases. Lucía termina por acompañarnos, no sin ofenderse ligeramente por el comentario anterior, puesto que es sensible y tiene un corazón enorme. Con la ofensa en la boca, Lucía se traga también un taco de frijol y uno de papa con bistec con harta salsa (porque ya está dejando de comer carne). Leo pide dos de Chicharrón, dos de frijol y uno de papa. Ese wey come un chingo y aún así está bien flaco y alto. ¿Cómo se van a ir para sus casas? Preguntas. Yo tengo que tomar el Taxqueña; yo tengo que irme a Bosques; a mí me queda el Copilco, comienzan a responder. Tú eres la única pendeja que se se tiene que ir hasta San Ángel y ninguno de esos camiones te queda de paso. No importa. El día está muy bonito como para dejarlo ir, así que decides tomar una ruta más larga con tal de ir acompañada, aunque sea por un rato y seguir la plática.
Caminan los inevitables 500 metros del camellón de Torres. Llegan a periférico y en esa banqueta percudida de smog, junto a un puesto de sabritas y chicles, se pasarán otros 40 minutos platicando y Leo y tú se pondrán a recitar, de nuevo, el 80 veces nadie. Hablarán de las mariposas maravillosas del Cáucaso irreal adonde no se llega tan fácilmente porque no hay Cáucaso irreal; hablarán sobre que los verdaderos poetas son de repente (nacen y desnacen en cuatro líneas y nada de obras completas); sobre que Hölderlin fue el último que habló con los dioses, sobre que ustedes no pueden porque que el hado no da para más (pero, hablando en confianza ¿quién da para más?); hablarán sobre el aquelarre de los nuevos brujos de la física, sobre el amor (¿pero qué se ama cuando se ama?), sobre las estrellas (pero ¿quiénes son las estrellas, profanadas como están por las máquinas del villorrio?), sobre que lo irreparable es el hastíiiiio. Punto.
EPÍLOGO PERSONAL
Llegabas a la casa casi a las cinco de la tarde. Con los pies adoloridos, bien pinche cansada, hambrienta, angustiada porque hay un chingo de trastes acumulados y alguien los tiene que lavar, con tarea que dejaron ese día, y con muchísimas de ganas de leer y de escribir.
Todo huele a madera. En la habitación tienes una pintura que te regaló Lucía, a quien conociste en el taller; un collar cuelga junto a tu escritorio, te lo regaló Elizabeth, que aceptó salir contigo gracias a un poema del taller; hay un libro que te regaló Leo con una dedicatoria: «Para mi compañero del alma, compañero (título irremplazable de aquí hasta que nuestras vidas terminen)», quien se volvió de tus mejores amigos y que, por supuesto, conociste en el taller. Hay un hueco en tu librero. Iba ahí un libro de un autor japonés ¡ah, claro! Se lo prestaste a Ibuki esa vez que fue a visitarte, luego del taller. Tu habitación está coronada con recortes de los poemas del taller, que son los mismos poemas de los años maravillosos.
Más cosas de las aquí relatables ocurrieron entre la una y las tres de la tarde en el salón 7 del edificio «O». Ese taller fue un terremoto que, de una forma u otra, determinó importantes acontecimientos y decisiones en la vida de quienes asistimos, no me dejarán mentir.
Al taller, en sus tres años, llegaron más de 40 personas en total, mas nunca fuimos más de 15 en una clase. La persona que aquí escribe guarda especialmente en su memoria a las aquí mencionadas, puesto que son sobre las que tiene certeza que, al menos un momento del taller, se les grabó permanentemente al fondo del iris y las que, en mayor o menor medida, le fueron leales.
Este relato va dedicado a todas esas personas y, especialmente, al ilustre Luis.
Gracias por tanto, vendaval de luz.
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